EDUCACIÓN 29

La docencia universitaria como una experiencia del encuentro

Fernández Guayana, T. G. (2021). La docencia universitaria como una experiencia del encuentro. Vitam. Revista De Investigación En Humanidades, Año 5 (3), pp. 27-44.

Disponible en: http://www.revistavitam.mx/index.php/vitam/article/view/31

 

Resumen

El presente artículo, es una apuesta por la reivindicación de la docencia universitaria, la cual, hoy día, se ve permeada por las prácticas de investigación y proyección social que la limitan hasta el punto de, dejar de lado, otros desempeños inmanentes a su quehacer: el encuentro. Se descubre que la labor educativa universitaria, presenta relación con otras experiencias trascendentales como el encuentro con el Otro y consigo mismo. De esta manera, se propende a la construcción de significados y a la producción de otras realidades haciendo posible el reconocimiento del Otro. Como conclusión, se resuelve que ser docente es la traducción de una relación entre maestro-estudiante en la cual emergen y se evocan la acogida, la entrega, la respuesta y la transformación. La docencia universitaria es una forma de dejar huella a través de la tarea fundamental del encuentro donde se arriesga a dar respuesta de ‘si’ al Otro.

 

Palabras clave: docencia universitaria, juventud, estudiante, encuentro, transformación.

 

 

Introducción

El ingreso al mundo universitario tanto para educadores y estudiantes está marcado por dinámicas muy diferenciadas de las prácticas escolares que la preceden; la teoría y la investigación enmarcan buena parte de la vida cotidiana del educador, así como la proyección social y su quehacer académico. En medio de esas exigencias y compromisos, esta labor corre el riesgo de dejar de lado otros desempeños que son inmanentes a su quehacer.

 

Ejemplo de ello, son las características con las que los jóvenes llegan hoy día al aula universitaria. Ellos se ven enfrentados a la soledad, la frustración, las adicciones, el narcisismo, la depresión, el duelo, el apego, el individualismo, el desamor, la inestabilidad emocional y el aburrimiento (Gaja, 2016) que los lleva a un sinsentido de la vida que hace de su cotidianeidad una lucha constante. Junto a esto, el abandono permanente de las estructuras de acogida (Duch, 2002) que por principio deben ser las responsables de recibir y preparar al sujeto para asumir su rol en la sociedad, han hecho que encuentren en sus maestros una figura hospitalaria para ser escuchados, orientados y acompañados en la toma de sus propias decisiones; no obstante, en la marea de compromisos ya mencionadas, esta necesidad pasa desapercibida para los profesores, siendo pocos los que, en realidad, asumen esta responsabilidad.

 

Asistir a la universidad, no consiste exclusivamente en ir a recibir unos contenidos teóricos, este se convierte para los jóvenes, en un territorio dialógico, un espacio de encuentro donde la complicidad con una figura de acogida (Mèlich, 1997) posibiliten confiar sus secretos, sus dificultades y sus problemas. Es por eso que, varios de los educandos, acuden primero a su docente, antes que a sus padres o amigos. De manera que, la docencia se ve permeada por el acto del encuentro donde se dispone un oído para escuchar, un brazo para abrazar, una boca para decir: “te quiero”. El maestro universitario se transforma entonces en aquél ojo que acoge al Otro (al estudiante), el ojo que en su reflejo recuerda que el Otro existe y que el mundo no sería el mismo sin éste.

 

Al abarcar el sentido de la docencia universitaria, no se puede olvidar que los estudiantes están dejando el legado de su testimonio como rostro (Bárcena y Mèlich, 2000; Lévinas, 2012). Si se negara esta posibilidad de encuentro, se estaría negando la existencia misma de los educadores, al fin y al cabo, hacerse maestro es una cuestión que da con Otro, para Otro y por el Otro, ese Otro que permanece fuera de su esfera y le cuestiona (Losada, 2005). Así, en el hacer universitario, se hace preciso trascender las funciones burocráticas a fin de reivindicar el rol del educador.

 

La docencia: una obra de la educación

Con los cambios a nivel mundial en todo ámbito, el ejercicio de los docentes también se ve influenciado. Al desarrollarse el mundo bajo el ejercicio liberal, la docencia se ve involucrada en el campo de la producción de bienes y servicios (Larrosa, 2010). Martínez Bonafé (1995) expresa que ser educador se ha tornado “en una actividad realizada a cambio de un salario, de acuerdo con unas condiciones laborales aceptadas o un contrato con el empresario, sea público o privado, para la consecución de unos fines, como en cualquier proceso laboral” (p. 27). Lamentablemente, bajo esa concepción, se olvida que ésta es una de las más influyentes profesiones puesto que se trabaja con las personas. No se les puede considerar a los estudiantes como fines de producción.

 

A su vez, los docentes se encuentran expuestos a las exigencias del medio como atender la indisciplina, la multiculturalidad, la falta de apoyo de algunos padres y del Estado, las consecuencias de divorcios, la tecnología, los jefes, los compañeros y por si fuera poco, atender los embates de la propia vida (Fernández y Sarmiento, 2014; Day, 2006; Isaacs, 2008). Ante estos requisitos, su propio rol puede darse de baja. No obstante, sólo los maestros con vocación son quienes trascienden el escenario del presente oponiéndose a la resignación y llevando consigo la esperanza de sociedades, familias y mundos posibles.

 

De esta manera, la docencia está marcada por un acto de servicio “que conduce a la realización personal de quien presta ese servicio” (Hansen, 1999, p. 94). Toda decisión que tome el profesor tiene repercusiones y son retribuidas con palabras y hechos. La educación es una tarea de dos, de un ‘yo’ y un ‘tú’, y en la medida que se establezca relación docente-estudiante, son los dos quienes salen influenciados. Es entonces, en ese territorio de encuentro, que se “abre un espacio de acogida donde el otro pueda habitar” (Bárcena, 2012) y donde la comunicación de un saber se hace mediante la palabra anticipada que, a su vez, sugiere la creación de la propia palabra del Otro. La docencia “no se refiere exclusivamente a la dirección o meta, sentimiento o emoción, lógica, significado o placer; es algo más” (Martínez, 2009, p. 12). Su sentido radica en estar dispuesto al encuentro: a salir de sí mismo para el servicio del Otro, es decir, un docente es quien logra un signo: deja huella (Antelo, 2011).

 

Ante las demandas y los cambios que ha tenido la sociedad también se ha ido modificando el significado del rol del docente; sin embargo, al volver la vista atrás, se puede evidenciar que los rasgos esenciales de su función no han cambiado sustancialmente (Corts, 2002). Los educadores sin importar la época son personas que trabajan a partir del encuentro con el Otro y de la entrega como excusa predilecta para la verdadera educación. Así como un filósofo o artista, el docente media la realidad para transmitir y entregar algo a través de una obra: la educación; o cómo lo expresa Zambrano (1965): “Ellos median entre la razón, la verdad, el bien, la belleza y la humana vida” (p. 88). Por lo tanto, la docencia constituye una disposición de apertura permanente, donde se está abierto a aprender, a recibir, a dar, a transformar y a transformarse así mismo.

 

La docencia: tejidos universitarios

Hoy día los profesores universitarios son considerados como los portadores de una gran responsabilidad ante los continuos cambios, innovaciones y reformas que afronta la juventud y la sociedad. Su objeto consiste en mantener y reforzar la capacidad de producción de los hombres y no la producción material (López, 2008). Según Hard & Negri (2000) el docente universitario se caracteriza por producir un servicio, un producto cultural o de conocimiento, traducidas en la competencia científica.

 

Esta competencia, marca sustancialmente la labor del educador. Con la investigación ha de asociarse en la búsqueda común de la verdad (Remolina, 2015) y continuar creando conocimiento a fin de mejorar la práctica educativa, ofreciendo así nuevas propuestas metodológicas e innovando en su realidad (Herrán, 2001, p.18). No obstante, a pesar de la función investigativa, su rol no se limita. La docencia se caracteriza por trascender las actividades y relaciones con los estudiantes, usando como puente la academia: lugar principal encuentro que estimula la intelectualidad, facilita el aprendizaje, impulsa el trabajo, promueve la capacidad crítica y transmite la cultura (Cerrillo e Izuzquiza, 2005).

 

Según López (2008) las tareas de un maestro universitario son: 1) Producir y reproducir de nuevos saberes. 2) Socializar la comunidad estudiantil a través de la conformación de redes y de relaciones interdisciplinarias en el análisis de los problemas sociales y culturales. 3) Formar integral, humanista y éticamente. 4) Difundir y crear valores fortaleciendo la cultura e identidad nacional. 5) Mediar en la conciencia crítica de la sociedad. 6) Aprender y actualizarse permanentemente. De ahí que, la docencia universitaria exige una mayor responsabilidad, porque en su constante encuentro con el Otro, se contribuye a la construcción del proyecto personal de los estudiantes y de la capacidad crítica para comprender las relaciones con la sociedad y sus entes.

 

Es así como el docente universitario se convierte en un mediador entre la sociedad y el individuo. Su misión es dotar a los educandos de las herramientas necesarias para ‘aprender a aprender’, aspecto que implica el desarrollo de capacidades, de valores y del establecimiento de redes afectivas que posibiliten el intercambio, el diálogo, la cooperación y la interacción (López, 2008; Cerrillo e Izuzquiza, 2005). El docente universitario se sabe un hacedor de la realidad haciendo partícipe al Otro con el fin de volver a pensar la vida, de pronunciar el mundo, de co-crear espacios que habitar así como otras formas de ser. El quehacer pedagógico en la educación superior toma tientes de una vocación del encuentro.  

 

En este sentido, el maestro universitario se vuelve factor clave de cambio ya que sus tejidos orientan a la creación de condiciones para la presencia cercana del Otro. Su tarea primordial hoy, es trasgredir la forma común de ver y vivir el mundo a fin de lograr poner acento en el encuentro con sus estudiantes. Ser docente en la universidad, no es una labor que opta entre buenos profesores/ investigadores, ser maestro es una forma de propiciar la ilusión de la tarea educativa impulsando encuentros que posibiliten la transformación de conciencias, la anunciación de otras voces, la ampliación de los horizontes de sentido, la creación de nuevas formas de vivir juntos y la configuración de la propia existencia.

 

La docencia: un experiencia del encuentro

La docencia se constituye un acontecimiento del encuentro, dentro del cual surge una relación: “la presencia de un otro que nos trasciende y frente al cual se tiene la obligación de asumir una responsabilidad incondicional más allá de todo contrato posible o reciprocidad” (Mèlich, 2014, p. 43). En medio de ese acto, la docencia se hace factible como una forma distinta de pensar-nos y de decir-nos (Skliar y Larrosa, 2009), es decir, posibilita un ‘nos-otros’ que se valida desde el momento en que se entra en contacto con Otro, con Otros y con lo Otro. Así, la conjugación del ‘nos-otros’ mediante el tránsito del encuentro, hace resonar su voz: la alteración mutua constante.

 

En el encuentro, el docente está manifestando que el Otro es digno de recibimiento porque ve en él un ‘tú’ y no un ‘eso’ o ‘aquello’ (Lévinas, 2014). El educador entonces se encuentra en la capacidad de acoger porque considera, a su estudiante, importante, así como puede serlo él mimos en ojos forasteros: “cuando yo digo tú, sé que digo tú al que es un yo y que aquél me dice tú… [porque] yo soy al otro, lo que otros a mí” (Lévinas, 2014, p. 8). Al decir “tú” se genera un vínculo de proximidad porque surge una relación frete-a-frente, la cual facilita y forja más adelante, una relación ‘entre-nos’ (Lévinas, 2014).

 

Por eso, la docencia como experiencia del encuentro, precisa un territorio de apertura para acoger, para responder y para transformar, porque, en la medida que el docente hace contacto con la mirada del Otro, se inquieta. Es a partir de la mirada que se pone en cuestión lo que el profesor es y las imágenes que ha construido del Otro (Larrosa & Pérez, 1997). Quien está abierto al encuentro entiende cómo la mirada del Otro cambia la propia mirada, o como expresa Skliar (2008, p. 12) “cómo la palabra del otro cambia nuestra propia palabra y cómo el rostro del otro nos obliga a sentirnos responsables”. A partir de ello, surge una preocupación permeada por un sentido de responsabilidad (ética), que hace del encuentro entre maestro-estudiante, una forma de dejarse afectar por un rostro que habla y se revela. Al respecto, Lévinas (1993) afirma:

                                    

La relación con otro no es una relación idílica y armoniosa de comunión ni una empatía mediante la cual podemos ponernos en su lugar; lo reconocemos como semejante a nosotros y al mismo tiempo exterior: la relación con otro es una relación con un misterio (p. 129).

 

La mirada entonces, es el medio por el cual el docente cuida el contacto cara a cara y propicia la cercanía: “Para acercarse es preciso saber, saber llegar, saber tocar cierta fibra que allane el camino hacia la relación pedagógica” (Antelo, 2009, p. 3). De modo que, “pensar el otro por sí mismo, en sí mismo y desde sí mismo” (Skliar, 2008, p. 12), en sí, la propia vida del Otro, sus modos de ser y de habitar el mundo, direccionan en gran parte el encuentro de todo docente. Es como si cada relación que se establece en el quehacer educativo fuera una conversación donde todo puede cambiar o volver a comenzar, de esta manera, se vuelve factible la proximidad debido a que “la presencia del otro le interpela desde su mirada, su palabra y sus necesidades” (Skilar, 2008, p.94).  

 

De ahí que, la experiencia del encuentro también es comprendida como un acto poético. Así como el poeta está en constante encuentro con otros espacios, recuerdos, pensamientos, ideas, emociones, personas para hacer resistencia a los modos de pensar, decir, hacer y sentir, el docente se anuncia para hacer un cambio, para nombrar y desnombrar, para andar y desandar, para configurar y desconfigurar, para co-crear:

 

Sin esa resistencia no hay acto creador, no hay arte de educar como arte de tejer encuentro. Hay otras cosas: hay imposición al otro, hay fabricación del otro, hay dominio sobre el otro, ese otro que vemos y tratamos como un objeto en una relación que se vuelve instrumental. O hay una función que se realiza para ganarse un sueldo o para adquirir ciertos privilegios a cambio de dar lo que supuestamente poseemos: unas verdades que de manera arrogante se imponen a quienes se suponen sujetos sin saberes, sin capacidades intelectuales, sin posibilidades de hacer valer su propia voz (Skliar y Tellez, 2008, p. 143).

 

Según Bárcena (2012) el docente es quien tiene el arte de hacer las cosas visibles, de crearlas y de mostrarlas. El maestro hace pasar algo del “no-ser al ser” (p. 52) porque lo poético “transita en el encuentro con la otredad y presencia en ese encuentro la máxima visibilidad de la existencia” (Bárcena, 2016, p.167). El docente hace un acto de poiesis (creación) y lo logra a través de los gestos educativos que hacen referencia a la capacidad de asumir lo que acontece de manera significativa (Bárcena, 2012).

 

Es así como la docencia se teje como una experiencia de reconocer al Otro, sin limitarse a anular las diferencias, sino, por el contrario, volverlas materia prima de diálogo y punto de intercambio. En el encuentro hay algo nuevo que sucede y del que se hace conciencia, algo que cambia la ruta de los pensamientos y los sentires. De hecho, el encuentro “supone la deconstrucción de esa imagen determinada y prefijada del otro, de ese supuesto saber acerca del otro, de esos dispositivos racionales y técnicos que describen y etiquetan al otro” (Skliar, 2008, p.12). En la experiencia del encuentro no existe un lenguaje universal porque siempre hay un lenguaje de alguien atrapado por su tiempo y su espacio, por un rostro (Ortega, 2013), por consiguiente, reconocerlo significa dejarse avasallar por el Otro hasta el punto que, en la proximidad, el docente es irrumpido en su propio ser.

 

La docencia: una experiencia del encuentro con el otro

El docente trabaja en el encuentro, en la relación de sí mismo con el tiempo, el espacio y las situaciones. Pero, principalmente, su labor comienzan en el Otro, con su presencia, su lejanía, su cercanía, con su palabra y su misterio, sabiendo que ese inicio no es suyo, sino el de otredades: un Otro que se coloca, que se entrega, que ofrece lo suyo (Skliar, 2005). En ese encuentro se propicia una aproximación con Otro el cual, da inicio a “un diálogo en el que cada uno pueda sentirse portador de un fragmento valioso de eso que llamamos mundo de la vida” (Skliar, 2005, p. 85). Por eso, es ineludible el encuentro para quien ha decidido educar.

 

Al haber encuentro, surge una proximidad o cercanía con el Otro, que no es para conocerlo, si no para ocuparse y preocuparse por él, debido a que su sola presencia “me afecta y no me deja indiferente” (Romero & Gutiérrez, 2011). Por tanto, no se puede guardar distancia, el Otro es el origen del encuentro porque “me afecta y me importa, por lo que me exige que me encargue de él, incluso antes de que yo lo elija” (Kaunas en Romero & Gutiérrez, 2011). En el encuentro, se irrumpe lo propio con la presencia de un Otro que demanda:

 

… reconocerle en la palabra, sus narraciones y otros lenguajes, de alentarse en su escucha y manifestación del pensamiento como creación artística, estética, espiritual y corporal que, en medio de la relación maestro-estudiante posibilita otra forma de construir la realidad, el mundo y el conocimiento (Jaramillo, 2017).

 

Ahora bien, en el encuentro con el Otro existen diversas formas de relación. Ferrer (en Antelo, 2009) expresa que los docentes hacen las cosas por el Otro, para el Otro y con los Otros. La primera, implica un gesto de caridad dada a la vocación y el sacrificio por querer el bienestar de los educandos. La segunda, hace referencia a la militancia y a la entrega, adherirse a determinadas ideas pedagógicas-educativas y defensa de estas. La tercera, es un aspecto filantrópico donde se aclara que la educación no es adoctrinar ni persuadir, es más una forma de convencimiento: “vencer con el otro. No para, ni por, ni contra el otro. Con el otro” (Freire en Antelo, 2009, p. 1).

 

De esta manera, es en el encuentro con el Otro que la docencia cobra su sentido. Allí se propicia la relación entre seres humanos “en la que la identidad de las personas se va configurando o desfigurando en contacto con los otros” (Según Mèlich, 2004, p. 55). Todo lo que ejerce el docente sucede en un tiempo, en un espacio, en una historia y todo lo que hace, piensa e imagina, es en referencia a “…un modo de relación, una manera de ser con el otro” (Mèlich, 2006, p.75). De modo que, la presencia viva del Otro se logra en la medida que surge un encuentro y en éste, se da respuesta a una llamada que le precede, que reclama una relación con él, una re­lación desinteresada y gratuita (Bárcena y Mèlich, 2000, p. 58). Al profesor se le pide una relación de do­nación y acogida donde no se exigen los derechos, sino la capacidad de recibir (Bárcena y Mèlich, 2000, p.59). El Otro se convierte entonces para el docente, en una exigencia ética donde la labor primordial radica en el propicio de escenarios dialógicos: de encuentro.  

 

Se puede afirmar que el docente vive cotidianamente la epifanía del rostro que lo motiva a un encuentro ético. El educador que acoge, reconoce que “hay una voz que se me impone, que da una orden de responder por la vida de otro hombre, por eso, no tengo el derecho de dejarlo solo” (Lévinas, 2012, p. 83). Al haber encuentro, el maestro no deja caer al estudiante, no se hace indiferente ante su rostro que se muestra en total desnudez y, por lo tanto, vulnerable. Es en el cara a cara (encuentro), se propicia la incondicionalidad de la otredad, es decir, su afirmación a través de todo acto de bondad, altruismo y respeto (Bauman, 2007; Biset, 2007) de lo contrario, se caería en su irreductibilidad.

 

La docencia: una experiencia del encuentro consigo mismo(a)

Un docente por vocación se transforma así mismo. A través del encuentro se posibilita su dadivosidad, es decir, en el encuentro encuentro entre maestro-estudiante no hay límites ni fondo, de hecho, porque es dando de sí como se mejora así mismo (Urbieta, 2006). Es en la entrega como logra acrecentarse como profesional y como sujeto. El docente entonces desempeña su rol de las formas más plenas que un individuo que lo considere solo un trabajo (Day, 2006).

 

Al respecto, Foucault (1984) expresa que el encuentro es una vía estética del existir donde el propio docente presta atención a las cosas, al mundo, a las acciones y a la relación con los demás con el objeto de transformarse, lo cual, se resume “en amor total: a uno mismo y a los otros” (Urbieta, 2006, p.82). Quien ejerce la labor de la educación, es consciente de que su actuar trae consigo la disposición de que todavía puede materializarse algo bueno que influye directamente en los educandos y que, a su vez, influye también en sí mismo.

 

Hay que recordar que un maestro, ante todo, es un ser que está dotado de identidad, y que, todo lo que hace y recibe, genera influencia en sí mismo. Por lo tanto, el encuentro le permite vincular significados a causa de la reflexión crítica que puede generarle su quehacer (Day, 2006). Es por esa razón que un docente no sólo consolida su identidad a partir de los aspectos técnicos como el conocimiento de la asignatura, el control de la clase y los resultados de los exámenes, sino que logra vincular sus experiencias personales y del entorno, a fin lograr su mejor versión (Sleegers & Kelchtermans, 1999). Por lo general, los docentes que se permiten así mismos vivir la experiencia del encuentro, suelen ser:

 

… fieles a sus convicciones, leales, sin vaivenes en el trato con los estudiantes y no tienen reparo alguno en admitir una equivocación. Se caracterizan por ser amantes de su quehacer y hacen de su ejercicio intelectual y de su práctica un elemento de servicio a los demás más que un elemento de vanidad o de acumulación de méritos. (Espot y Nubiola, 2012, p. 1).

 

En este sentido, el docente hace de su servicio educativo una forma de atender al Otro y atenderse así mismo. Allí, ejerce genuinamente su poder siendo capaz de admitir la realidad de su estudiante y la de sí (Mèlich, 1997, p. 135). Por ello, al hablar de docencia, se remite a hacer conciencia de que el Otro es un yo, y por lo tanto, ambos cuentan con disposiciones para ser más humanos. Según Miarlet (citado de Zambrano, 2000) la labor de ser persona es una tarea difícil, de modo que la finalidad de la educación consiste en “permitir que un individuo sea extraído de su condición inicial y llevarlo a estados de realización permanente” (Zambrano, 2000, p. 40).

 

Así, el quehacer educativo transforma al docente dado a que se siente afectado, en otros términos, siente la responsabilidad de recibir y de responder al acontecimiento del Otro. Por lo tanto, la docencia se vive en medio de la experiencia del ‘darse cuenta’ (Bárcena, 2016; Alliud & Antelo, 2011) a fin “de cumplir en cuanto sea posible con la obra de hombre” (Zambrano, 2000, Pág. 40). La docencia universitaria entonces, reivindica el rol de la educación porque puede ser asumida como una forma de atenderse, de cuidarse y de quererse. Gracias al constante encuentro que surge con el Otro, el propio redescubre su compromiso y descubre que, en sí mismo, vale la pena, a la larga, un maestro también está en constante formación y múltiple hacerse: “El hombre no se hace en el silencio, sino en la palabra” (Freire en Antelo, 2009).

 

La docencia universitaria: una experiencia del encuentro con las juventudes

 

En el encuentro particular que se presenta a partir de la docencia universitaria, se anuncian otras formas de relación, donde el joven se convierte en ese Otro que, con su llamada, entra en la vida del docente y al irrumpir en su ser, se convierte en su estudiante, no en uno más de la clase (Jordán, 2015). Al respecto, Van Manen (1998, p. 39) afirma:

 

Un profesor de verdad sabe cómo ver a los chicos: se percata de la timidez de uno, del bajo ánimo de otro, de los deseos o expectativas de un tercero. Para ver de este modo se necesita algo más que ojos; se precisa tener un sentido de responsabilidad [...] No son muchos, desafortunadamente, los profesores que entran de verdad en la ‘casa personal’ de cada uno de sus alumnos.

 

Es de esta manera como, el encuentro dentro de la docencia universitaria, promueve un entramado de relaciones para la reconfiguración de la realidad y para el reconocimiento de la multiplicidad con las que se co-habita. El encuentro maestro-estudiante surge como un puente que conecta territorios, que trasciende rostros y que va más allá de las esferas físicas. El encuentro posibilita una metamorfosis, una deconstrucción para reconstruir nuevas formas de sentido en medio de escenarios donde se aprender a estar juntos.

 

La docencia universitaria como acto de encuentro, propicia el escenario para  la escucha, para prestar atención a las voces que han sido calladas y escondidas por las múltiples guerras internas y sociales que hoy los afectan (Gaja, 2014). A causa de ello, la labor del profesor debe ser concebida como una poiesis, donde, la proximidad y la relación que se establece en el hecho educativo cotidiano, permita crease comunes en medio de la diferencia. Los jóvenes hoy, requieren de un ‘entre-nos’ que les posibilite resignificar la realidad que a veces los calcina.

 

De modo que, en el quehacer del docente, surge el espacio que invita a una pausa, a un detenerse para reconocerse sujeto a sujeto en las voces y silencios, también, para generar las grietas que permitan atribuir un sentido al Otro y así, saber nombrarlo. El encuentro entre maestro de educación superior y estudiante abre un espacio con el fin de trascender el lenguaje del rostro y del cuerpo a través de la polifonía: una sola melodía entre los dos sin opacar una a la otra. Por consiguiente, la docencia universitaria es una respuesta de ‘sí’ cuyo lenguaje posibilita ponerse de acuerdo a fin de construir significados y producir otras realidades.

 

En razón de lo anterior, la docencia universitaria se torna en un arrojarse a la re-existencia del Otro, donde se antecede la afirmación de los jóvenes a través de la excusa de la educación. El maestro aquí se dispone al encuentro para la reconstrucción de narrativas distintas sin desconocer los lugares de enunciación de sus estudiantes. En efecto, el docente universitario se encuentra afectado en el constante acontecimiento del ‘tú’, el cual, le interpela y le hace un llamado a construir a partir de las expectativas del Otro, no desde las propias. Ser docente entonces abre un camino a las posibilidades de la expresión y la amplitud de los horizontes de sentido con tal que, ese Otro que se tiene a cargo, logre, a través de la educación su propio devenir histórico, su existencia y su lenguaje colectivo en miras a la re-construcción de lo humano.

 

Conclusiones

Ante las demandas de una juventud que pide a gritos atención en diversos campos, la labor del docente universitario puede quedarse a veces corta, hasta el punto de cumplir exclusivamente las labores de la enseñanza, la investigación y la proyección social. En una sociedad donde se requiere de cambios, un factor clave es el maestro quien, per se, está llamado a ejercer el papel fundamental del encuentro a miras de la re-creación de mundos y sociedades posibles.  

 

Para ello, el encuentro es su gran aliado, un acto de acogida que no espera nada a cambio, no es recíproca, de lo contrario, la docencia sería entonces un acto de intercambio o una relación comercial, un acto de violencia. En medio de ese lenguaje que se produce en el encuentro, el docente universitario se entiende con el Otro haciendo posible su reconocimiento como igual. Por consiguiente, para un educador, la tarea primordial hoy, es propiciar las formas de encuentro para que a partir de las relaciones que se establezcan, se impulse la mediación entre el saber y la vida, el desarrollo y el cambio social, la intelectualidad, la crítica y la cultura.

 

En el encuentro que se establece entre maestro universitario y estudiante se asume la vulnerabilidad humana, elevándolo; se sale al encuentro del Otro desde su realidad, se ve en el Otro lo que otros no ven, sus ojos miran con la mirada interior de la compasión y se entiende el hacer educativo como un acto de servicio o un acto de amor: de entrega y donación de sí mismo. A su vez, se rescata la propia identidad del docente, quien por medio de la dadivosidad se transforma así mismo.

 

Ser docente universitario entonces significa estar atento y escuchar a quien se tiene delante para dar respuesta a las aspiraciones que se expresan desde situaciones, lugares y lenguajes diferentes, y que llevan consigo un rostro. Se responde a alguien que descentra y saca el ‘yo’ de sí mismo para situarse ‘al otro lado’. Se elige ser maestro universitario para responder a quien importa: “al otro, que debo verlo, y para verlo tengo que amarlo” (Maturana, 1996).

 

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La docencia universitaria como una experiencia del encuentro
Publicado en diciembre de 2019
Vitam. Revista de investigación en humanidades
Volumen 3
Año 5
Página 27-44
Universidad Salesiana de México
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