EDUCACIÓN 27

El constante hacerse con el otro. Una forma de ser maestro

Tany Giselle Fernández Guayana

Fernández Guayana, T.G. (2020). Cap.4 El constante hacerse con el otro. Una forma de ser maestro. Parte 2. Experiencia. En Cuadernos de Educación y Alteridad III. Entre el cuidado y la experiencia Manizales: Centro Editorial Universidad Católica de Manizales.

Disponible en: https://www.ucm.edu.co/cuadernos-educacion-y-alteridad-iii/

 

 

(…) es lo mismo que una mano que en otra mano apoya su fatiga

y siente que el cansancio se mitiga y el camino se vuelve más humano.

Carlos Castro Saavedra, 2017

 

 

Tratando de buscar la mejor forma de exponer la presente apuesta educativa, me atreveré a entrar en contacto con la experiencia, a resurgir, una vez más, en esta existencia acogiendo lo que acontece en mi tránsito como maestra. Para ello pondré en diálogo los referentes teóricos de mi proyecto de investigación fenomenológica[1] en torno a una anécdota personal que será narrada por partes que aparecen al iniciar cada apartado del presente capítulo y, en la cual, se deconstruye lo que he pensado, lo que he sentido, lo que he dicho, lo que he hecho y lo que he sido, con el fin de brindar otros horizontes de sentido a la vocación del ser maestro.

 

Primer acontecimiento: resonancias de la voz del otro

 

Tal vez sean los anteriores versos de Carlos Castro Saavedra los que puedan resumir la apuesta de todo educador: ser el cuerpo en el que se apoya la desazón y la compañía que cuida los silencios, en sí, la presencia que acoge al Otro. Y no me cabe duda de que así sea, de hecho, en esas otras formas de educar me transformé cuando Juanita exclamó: «Profe, es que tú eres la única persona con quien cuento».

 

¿Qué senderos estaba demarcando ella con esa afirmación? No tenía idea, lo único de lo cual tenía certeza era de la resonancia que estaban haciendo esas palabras en mí. Juanita irrumpió en mi ser y se quedó para siempre: ella me cuestionó, me alteró, me trasgredió, me motivó. Y fue a partir de ella, que reconstruí mi labor como maestra de jóvenes universitarios, porque nunca llegué a imaginar que lo que yo hacía -lo que consideraba normal por el hecho de ser educadora- tuviese tanto impacto en mis estudiantes, no me había dado cuenta hasta qué punto (…).

 

El ingreso al mundo universitario tanto para maestros como para estudiantes está marcado por dinámicas muy diferenciadas de las prácticas escolares que la preceden. La teoría, la investigación y la proyección social, enmarcan buena parte de nuestra vida cotidiana, pero, entre tantos compromisos, a veces se torna imposible hacerse cargo de otros desempeños que son inmanentes a este quehacer.

 

Desde mi experiencia profesional he sido testigo de cómo el rol del maestro transita de lo académico a lo humano. En el aula no solo se hace cátedra, también se viven situaciones que estremecen a los educandos al encontrarse con saberes que ponen en vilo su humanidad. Es por esa razón que para ellos se vuelve relevante el que puedan encontrar en su maestro una figura significativa y un cómplice (Mèlich, 1997) al cual confiarse sin temor a ser juzgados.

 

La universidad, por su parte, logra aquí un papel relevante. Este es un espacio abierto a la persona, a los conocimientos, a las formas de pensar y de sentir, un espacio para las experiencias y las cosmovisiones. La universidad es un lugar para el acontecimiento de la existencia: para la amistad, el compañerismo, el noviazgo, el trabajo, el aprendizaje, la tristeza, los obstáculos, el éxito y la alegría. Empero, ante todo, la universidad es el escenario que habitamos los maestros, donde nuestra vida disciplinar es tan solo la excusa de la verdadera educación.

 

En ese sentido, como educadores no solo debemos atender a los requisitos institucionales y sociales que nos son exigidos, sino también a un ejercicio pasional: acoger al Otro, es decir, responder al legado de su testimonio como rostro (Bárcena y Mèlich, 2000; Lévinas, 2012). De esta manera la cotidianidad educativa invita al lenguaje de la proximidad que, mediado por el espacio, nos convoca a encontrarnos con el Otro, con quien permanece fuera de nuestra esfera y nos cuestiona (Losada, 2005).

 

Así, la educación se torna en una de las profesiones que más responsabilidad conlleva hasta el punto de que una palabra, un gesto o una mirada pueden dejar marcas indefinidamente. En la memoria se han quedado guardadas las frases y los comportamientos que nos generaron confianza, pero también aquello que nos hirió y que, lamentablemente, provenía de nuestros profesores. Tanta es la influencia de un maestro que se dejan marcas imborrables.

 

Dado lo anterior, se hace necesario cuestionarse cuál es nuestro aporte con la formación de los estudiantes universitarios, toda vez que la educación nos invita a hacer posible su realidad y sus modos de existencia. El ser maestro por Juanita (por el Otro), para Juanita (para el Otro) y con Juanita (con el Otro), implica romper el silencio arriesgándose a otras maneras de configurar y asumir la cotidianidad educativa. Por eso, nuestras funciones han de trascender las formalidades burocráticas. Ser maestro, requiere, por lo tanto, de una constante reivindicación.

 

Segundo acontecimiento: deconstrucciones que indican otros senderos

 

 

(…) Siendo profesora universitaria he podido evidenciar que los jóvenes son el grupo etario que más requiere de una red de apoyo y, ante todo, de alguien que esté dispuesto para ellos. Ese es el motivo por el cual requieren de una serie de figuras caracterizadas por su disponibilidad, por su capacidad de estar ahí (en el aquí y el ahora), por su actitud de abierta escucha, por su disposición a recibir lo que acontece, por su capacidad de liberarse de prejuicios, por su habilidad de permitir la expresión.

 

Es así como pasé de ser una profesora universitaria común, a ser el hombro que recogía lágrimas, el pensamiento que no juzgaba, la boca que emanaba palabras de aliento y algunos «te quiero», el oído que recibía una voz con rostro (…), me transfiguré en la presencia que acogía a Juanita en sus múltiples aristas. (...).

 

Considero que otorgarle a la educación el significado de los vocablos latinos educare y educere de manera exclusiva, es un error. La educación tiene un amplio espectro que al reducirla al acto de conducir o sacar de dentro hacía fuera, opacaría el quehacer de todo maestro. La educación hoy demanda otras formas de ejercerse y es responsabilidad de nosotros los educadores llevarlas a cabo.

 

Ante todo, la educación es una práctica de índole humana cuya principal función “no puede ser otra que recuperar la dignidad de las personas y enseñar a un vivir humanizante” (Pérez, 2007, p.47). La educación en sí es un acto humano y, por consiguiente, debe apuntar a que haya mayor humanidad. Oliver Reboul (en Mèlich, 1997) reconoció que una educación que no contemple el valor de humanidad no merece ser llamada como tal: humanidad se traduce en respeto y compromiso, en una resistencia ética, en un rostro (Mèlich, 1997).

 

De esa manera, la educación como acto humano, requiere de un encuentro. Según Mèlich (2004) la educación ha de referirse al encuentro con el Otro, a una relación entre seres humanos “en la que la identidad de las personas se va configurando y desfigurando en contacto con los otros” (p.55). Es una forma de dar y darse sin esperar nada a cambio, tal como lo expresa Mèlich (2006): “Es una necesidad de establecer relaciones con los otros, es la necesidad ineludible de dar y de recibir” (p.47).

 

Así entonces, para educar se necesita de la voluntad y de la convicción de cuidar del Otro, de hacerse cargo de él, de acompañarlo, de acogerlo. Y para ello la educación, como hacedora de las formas de estar y de ser en el mundo, invita a un constante pensar-nos, decir-nos (Skliar y Larrosa, 2009), a un constante crear-nos a través de las poéticas pedagógicas, cuyas formas nos empujan a la resistencia de los modelos dominantes de pensar, decir, hacer y sentir. La educación, como acto poético, libera al hombre de sí mismo respecto del ruido del mundo exterior:

 

Sin esa resistencia no hay acto creador, no hay arte de educar como arte de tejer encuentro. Hay otras cosas: hay imposición al otro, hay fabricación del otro, hay dominio sobre el otro, ese otro que vemos y tratamos como un objeto en una relación que se vuelve instrumental. O hay una función que se realiza para ganarse un sueldo o para adquirir ciertos privilegios a cambio de dar lo que supuestamente poseemos: unas verdades que de manera arrogante se imponen a quienes se suponen sujetos sin saberes, sin capacidades intelectuales, sin posibilidades de hacer valer su propia voz. (Skliar y Tellez, 2008, p.143)

 

La educación dispone de la propia ejecución de saberse humano y se constituye en el campo que se pregunta por su condición (Zambrano, 2000). Educar se convierte en la acción susceptible de ser transcrito, de ser digno, de ser contado, de ser capaz de dejar rastro (Arendt, en Ricoeur, 1996). La educación como la poética lleva consigo una fuerza que impulsa a dejar huella, un instinto que moviliza para concebir al Otro y también, ese Otro que puedo ser yo.

 

El acto educativo se convierte también en esa promesa de lo humano que involucra al Otro, los Otros y lo Otro en un constante hacerse para recrear mundos posibles y para intentar que algo pase, que algo nuevo suceda, que algo cambie la ruta de los pensamientos, los sentires y los comportamientos. Es la promesa de una creación que se orienta al saber “mirar, escuchar, pensar, sentir, imaginar, creer, entender, elegir y desear” (Bárcena, 2012, p.40) a través de la capacidad inefable de viajar al pasado y al futuro y así, alterarlo.

 

De manera que, la educación requiere de otro tipo de lenguaje, de uno capaz de incorporar a Juanita (al Otro) en su incertidumbre, su singularidad, sus saberes, sus sombras, sus decepciones, sus imposibilidades y sus alegrías, reconstruyendo, simultáneamente, el paisaje exterior de su acción y el paisaje interior de sus intenciones (Rattero, en Skliar y Larrosa, 2009). Requiere también forjarse como el proyecto personal de interesarse por ella (por los Otros), por su presencia: por hospedarla, por cuidarla, por estar ahí y por responder a su llamado, actos inevitables de todo aquél que se ha dedicado a la educación. Por esa razón, se hace ineludible el paso del egoísmo a la filantropía (Fernández y Sarmiento, 2014) rompiendo los esquemas que limitan el quehacer educativo como el acto de solo enseñar, porque este, en realidad, ha emprendido otros senderos: abre espacios donde los Otros pueden habitar (Bárcena, 2012).

 

Tercer acontecimiento: resistencias que indican el cuidado del otro

 

 

(…) ella estudiaba medicina, se encontraba en sus semestres iniciales, era la única joven de esa carrera en mi clase. Era bastante callada, nunca logré escuchar su voz porque parecía algo tímida, sin embargo, demostraba una total concentración. Ella asistió a clase durante la primera etapa de la asignatura, de repente, no volvió más. Yo le pregunté a una de sus compañeras cercanas si sabía algo de ella y me contestó que no, ya que solo compartían en común mi asignatura: Resiliencia el desafío de vivir.

 

Supuse que los temas que estábamos trabajando le habían incomodado, puesto que suelen tocar las fibras más profundas: ¿cómo evitar que mis educandos no se afecten cuando les hablo de la soledad, la frustración, las adicciones, el narcisismo, la depresión, el duelo, el apego, el individualismo, el desamor, la inestabilidad emocional y el aburrimiento? Probablemente, ella no quería continuar. Eso ya me había pasado antes con otros estudiantes.

 

Proseguí con la segunda etapa de la asignatura y Juanita nunca apareció, tampoco me escribió, ni me avisó si había retirado la asignatura de su plan de estudios. Ante mi inquietud, decidí escribirle un correo electrónico. En el mensaje la saludé y le pregunté ¿qué había sucedido?, ya que me había percatado de su ausencia. No me contestó. Al finalizar el semestre recibí un mensaje de ella, el cual decía que tuvo que retirarse de mi asignatura porque se le cruzaba con otras responsabilidades de su carrera.

 

 En el siguiente periodo académico, tuve a mi cargo la misma asignatura, claro está, con nuevos grupos de estudiantes. Vaya mi sorpresa cuando, en el primer día de clases, noto que Juanita me estaba esperando en el salón. La miré con extrañeza, no era posible que viera la materia conmigo «de nuevo». Bien, pensé que podía cursarla con alguno de mis compañeros con quienes compartíamos el tema. Al verme, ella se acercó y me abrazó, y al mirarme fijamente musitó: «profe, es que lo que tú hiciste, nunca nadie lo había hecho».

 

Mi cara de sorpresa lo expresaba todo, así que continuó: «Profe, durante estos semestres de estudio ¿tú crees que alguno de mis profesores se ha percatado de mis ausencias?, el hecho de que me escribieras para saber qué me había pasado, me motivó a prometerme ver tu clase en el siguiente semestre y aquí estoy. Si tu eres así como profesora significa que vale la pena lo que haces en clase. No me pidas que cambie de profesor, ya decidí estar contigo y aquí me quedaré hasta terminar la materia. Es que, desde ese correo, profe, tú eres la única persona con quien cuento».

 

¿Qué podría decir un profesor ante esas palabras?, en mi interior solo se desbordaba una cascada inmensa que no tenía por dónde desembocarse…, no sabía si llamar a todo esto alegría, sorpresa, gratitud, fe. Ser maestro entonces tuvo otro sabor, otros horizontes, tuvo otros motivos para ser. Son tantas las demandas las que, hoy día, debemos cumplir los educadores universitarios, que a veces olvidamos que este quehacer abre grietas en las paredes del currículo con el fin de acoger esas otras formas en las que se nos presentan nuestros estudiantes. (…)

 

En efecto, hoy día los educadores estamos expuestos a las exigencias del medio, como atender la indisciplina, la multiculturalidad, la falta de apoyo, la implementación de la tecnología, los requisitos del Ministerio y, por si fuera poco, los embates de la propia vida (Day, 2006; Isaacs, 2008). Con esos requerimientos, nuestro rol puede darse de baja. No obstante, existen maestros que logran trascender el escenario del presente, oponiéndose a la resignación llevando consigo la esperanza de familias, colectivos, sociedades y mundos posibles. De seguro, para lograrlo, requirieron de algo más que un acto de voluntad.

 

El rol del maestro, hoy día, conlleva otras formas de hacerse, lo cual posibilita la configuración de nuevos significados y de nuevos espacios para el encuentro. Pero para ello se requiere de una total convicción para ejercer la educación. Según el latín vocare, vocación hace referencia a un llamado a determinado fin o destino (Pantoja, 1992; Zaragueta, 1946). Viene de vox: la voz, de algo que resulta de ella y adquiere entidad: alguien quien la acoja (Zambrano, 1965). Es un principio creador donde se descubre progresivamente la finalidad de la vida (Mounier, 2000). Cuelí (1985) por su parte, afirma que “es el llamado a cumplir una necesidad que cada persona oye y siente a su manera: es un impulso, una urgencia, una necesidad insatisfecha” (p.68). Así, la vocación del ser maestro es una decisión que trasgrede las esferas de un advenimiento divino (como se creía en el siglo XVIII). Ser maestro implica apasionarse decisivamente en el múltiple hacerse con los Otros.

 

Los maestros por vocación, por lo general, conectan su quehacer con la totalidad de su vida porque “aman y confían en que ellos pueden influir positivamente en las personas, tanto en el momento de la enseñanza como en días, semanas, meses e incluso, años más tarde” (Day, 2006, p.28). De manera que, lo que influye en la vida del aprendiz es la traducción de esa pasión en la acción, acto que integra lo personal y lo profesional, la mente y la emoción (Day, 2006). Por eso, es más probable que ejerzan influencia de manera más amplia y dinámica sobre sus estudiantes que aquellos que solo lo hacen por trabajo.

 

Por lo tanto, la vocación del maestro “no se refiere exclusivamente a la dirección o meta, sentimiento o emoción, lógica, significado o placer; es algo más” (Martínez 2009, p.12). Su sentido se expande cuando se está dispuesto a la excentricidad, a salir de sí mismo y en medio de esa donación, se permite alterarse en su quehacer no hay límites ni fondo, de hecho, es dando de sí como se mejora a sí mismo (Urbieta, 2006). Por esa razón, ejercer la educación requiere de dos: de un yo y un tú, y en la medida que se establezca una relación, son los dos quienes salen influenciados.

 

Ahora bien, la influencia que surge por parte del estudiante hacia el educador posibilita en este despliegue unas funciones y avatares que hacen del maestro un sujeto en constante transformación. Como lo menciona Vásquez (2000) al señalar que el maestro tiene piel, que no ejerce diferentes roles, pero sí cambia para lograr sus fines educativos: “Es que no hay una única manera de ser maestro y ni siquiera en un mismo educador se puede concebir una única manifestación” (p.2). A causa de ello, el maestro transita por una serie de avatares, tales como: el partero, el sembrador, el pastor, el artesano, el faro, el actor, el ladrón de fuego, el puente, el guardián y el oráculo (Vásquez, 2000).

 

El maestro de vocación es tejedor de sueños, orienta y fortalece aquel estambre con el que cada estudiante llega, y a partir de este, deja que él mismo logre culminarlo (Fernández, 2015). De esta manera, los sueños que orienta son adaptados a las identidades, particularidades, diversidades y pluralidades. Bárcena (2012), en su caso, concibe al maestro como un poeta: quien tiene el arte de hacer las cosas visibles, de crearlas y mostrarlas: logra pasar algo del “no-ser al ser” (p.52) porque lo poético “transita en el encuentro con la otredad y presencia en ese encuentro la máxima visibilidad de la existencia” (Bárcena, 2016, p.167).

 

Dado todo lo anterior, la vocación del ser maestro podría traducirse en una forma de amar:

 

El maestro por vocación es capaz de compartir su escaso sueldo regalando el desayuno o lápices, cuadernos, a estudiantes que nada tienen. Maestro que sigue soñando y trabajando con tesón a pesar de ser maltratado por un Estado sordo a escuchar sus justos reclamos. Maestro que se sobrepone al ambiente de mediocridad y sufre la tragedia de ver cómo los cargos importantes en educación se otorgan a políticos y no a educadores. (Pérez, 2007, p.155)

 

Ciertamente la vocación del ser maestro, presupone amar a Juanita (al Otro) sobreponiéndose día a día a los acosos de la desmotivación y a ambientes difíciles, porque el amor también reconoce el sufrimiento por hacerse cargo de ese Otro: “El profesor (…), si se preocupa por el auténtico bien de ellos, sufrirá, pero estará educando y tendrá mayores posibilidades de ser feliz en la vida” (Isaacs, 2008, p.15). Ser maestro abre un espacio donde la palabra sugiere, a su vez, la creación de la propia palabra del Otro, es decir, un espacio de acogida donde Juanita, muchos Otros y yo como maestra, podemos aprender a estar juntos con nuestros modos múltiples de habitar el mundo.

 

Cuarto acontecimiento: el devenir de una maestra

 

 

(…) Con el transcurso del semestre, Juanita se fue acercando a mí de tal manera que me compartía un poco de su vida. Al final de cada clase nos quedábamos hablando de lo visto, de sus inquietudes y de las dificultades que estaba presentando en su ámbito familiar y estudiantil. Una vez que otra, recogí sus lágrimas y abracé sus silencios. Uno como profesor no se imagina el poder tan grande que tienen esos gestos fuera de la normatividad del aula. Juanita me confesó que yo era una de las personas más importantes para ella, tanto así, que se lo expresó a su psicóloga, a la cual la había remitido -reconocía que existían elementos que se me salían de las manos por más brío que tuviera de orientar a mi pupila.

 

A partir de Juanita, comprendí que no existen tratados que indiquen que un maestro universitario deba dedicarse exclusivamente a la trasmisión del conocimiento, el límite lo pone nuestra mente y voluntad. Tal vez sea esa la razón por la que se le llama vocación: ser maestro solicita mayor responsabilidad, abrir los brazos a ese estudiante quien demanda de nosotros una sonrisa, una palmadita en la espalda, una llamada de atención (…), hasta un correo electrónico. Muchas veces, los jóvenes no exigen de nosotros los conocimientos, sino la presencia. Ellos quieren que estemos ahí, que crucemos miradas, pero no cualquier mirada, sino aquella que indica en su reflejo la existencia de sí mismo como otro (…).

 

Evidentemente, la responsabilidad educativa trasciende las esferas tradicionales que la coartan en la típica definición de “asumir las consecuencias de determinadas conductas” (Isaacs, 2002). Responsabilidad es responder (del latín respondere) una interpelación que nos convoca al cuidado, a la acogida, a la hospitalidad (…), en pocas palabras, a responder la pregunta del Otro.

 

En la vocación del ser maestro, la responsabilidad se enmarca en un hacerse cargo a partir del encuentro. En ese cara a cara se recuerda la obligación que tenemos para con el Otro, de la cual no es posible sustraernos. Responder al Otro se presenta como un acto de dejarse conmover y estar abierto a la otredad “dejándolo venir con sus dones y sus carencias, aceptándolo en su especificidad” (Skliar, 2008, p.27) o como lo expresa Levinás (2012): reconociendo que “hay una voz que se impone, que da una orden de responder por la vida de otro hombre, por eso no se tiene el derecho de dejarlo solo” (p.83).

 

El maestro, al trabajar por medio de la relación, ve en el Otro un tú y no un eso o aquello (Lévinas, 2014), es capaz de acoger un rostro cuya epifanía le interroga hasta la urgencia de darle respuesta. Así, la responsabilidad está llamada a teñirse de una sana preocupación que tiene que ver con un reclamo y un responder: ante la debilidad que muestra el desnudo de la cara, se recuerda que el Otro “tiene que ver conmigo” (Lévinas, 2012, p.216) y que, por lo tanto, es digno de mi recibimiento. Responder es la manifestación de que todo Otro es importante y digno de atención.

 

En este sentido, ese Otro que con su llamada entra en la vida del maestro e irrumpe en su ser, se convierte en su estudiante, no en uno más de la clase (Jordán, 2015). Al respecto, Van Manen (1998) afirma que:

 

Un profesor de verdad sabe cómo ver a los niños: se percata de la timidez de uno, del bajo ánimo de otro, de los deseos o expectativas de un tercero. Para ver de este modo se necesita algo más que ojos, se precisa tener un sentido de responsabilidad (...). No son muchos, desafortunadamente, los profesores que entran de verdad en la «casa personal» de cada uno de sus alumnos. (p.39)

 

Así, la responsabilidad del maestro se vive en medio de la experiencia del darse cuenta, de percatarse que hay un rostro cuya presencia reclama detener la mirada en un aquí y ahora para ocuparse de él (Bárcena, 2016; Alliaud y Antelo, 2011). Por consiguiente, el maestro responsable comienza en el Otro, con su presencia, su lejanía, su cercanía, con su palabra, su misterio, y sabe que ese inicio no es suyo, sino de otros: otros que nos colocan, nos ofrecen y nos entregan lo suyo (Skliar, 2005).

 

Responsabilizarse por el Otro comienza en un encuentro que genera quiebre, donde el maestro se arroja desprendiéndose de sí mismo con la intención de brindar hospedaje. El maestro se abre y se entrega a un rostro, un rostro que no es la cara sino la huella del Otro (Bárcena y Mélich, 2000). De esta forma presencia de manera vívida al estudiante y da respuesta a su llamada antes de que este lo solicite. El Otro, entonces, se convierte para el maestro en una exigencia ética donde la labor primordial radica en su acogida y cuidado: la responsabilidad del maestro no inicia con una exigencia jurídica, sino con una exigencia ética que emerge del Otro cuya presencia obliga a responder (Lévinas, 2012).

 

Ahora bien, enfocar nuestro quehacer hacia el Otro nada tiene que ver con el desdén de sí mismos, en la medida que existe una relación maestro-estudiante, todo puede cambiar o volver a comenzar, por eso, el hecho educativo es un acto donde dos salen influenciados. A partir de la presencia del otro, el maestro llega a sentir que algo le transforma porque se siente afectado, alterado, trasgredido, de no ser así, sería incapaz hasta de verle a los ojos. La responsabilidad, indudablemente, provoca un cambio en doble vía.

 

Así pues, ser maestro es la vocación de los sentidos: ver, sentir, oler y escuchar al Otro hasta el punto de inquietarse. La responsabilidad educativa es la respuesta de hacerse cargo del Otro, porque al final, no se podría ser educador sin una Juanita o unas juanitas: se “vive del otro, depende del otro. ¿De qué vive un educador? Del otro: el estudiante. La educación implica siempre más de uno” (Antelo, 2009, p.16). A causa de ello, se hace difícil guardar distancia porque el Otro es el origen de la responsabilidad en el sentido que me afecta y es importante para mí, lo que hace necesario que me encargue de él (Levinas, en Romero y Gutiérrez, 2011). De modo que, esta pasión que ejerzo (gracias a Juanita) se tornó en un auténtico humanismo. Educar, ya no es adoctrinar ni persuadir, sino convencer: “vencer con el otro. No para, ni por, ni contra el otro. Con el otro” (Freire, en Antelo, 2009, p.1).

 

(…) Desde entonces he podido llegar a la conclusión de que ser maestro universitario es una de las labores que más requiere entrega, sacrificio y apertura, en fin, responsabilidad. En definitiva, sería una mentira afirmar que los profesores vamos a dar clase y ya, como si no nos afectara lo que sucede fuera de nosotros mismos. Ser docente universitario es toda una aventura de transformación, de metamorfosis, es un ejercicio que conlleva cambios en la materia tanto intelectual, afectiva, comportamental y espiritual. Depende de nosotros dejarnos tocar por la epifanía del rostro del Otro y así abrirle otros horizontes de sentido a esto que llamamos educación.

 

 

Referencias

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  35. Zaragüeta, J. (1946). Pedagogía fundamental. Barcelona: Labor.

Desde la web primaria:

 

Revista Internacional Magisterio Educación y pedagogía

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Publicado en mayo del 2020
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Volumen 3
Página 186 - 198
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