Hoy más que nunca encuentro a mi alrededor una exagerada alabanza a lo bello. La historia de la humanidad ha mostrado aceptación por lo que se considera colectivamente bonito, aunque en el fondo también ha sido atraída por lo feo, por lo bizarro, por lo poco común, tanto así que todo aquello que se consideraba distinto se exponía en museos o circos con la denominación de exóticos o aberraciones.
Al entrar en intimidad con el anterior monólogo quedan en el ambiente distintos sentires: uno corresponde a la certeza de la vida para la muerte, el otro del dolor como fuente de sentido. Voy a inclinarme por el segundo. ¿Cómo lograr ser feliz si la vida se encuentra atiborrada de sufrimiento? Al respecto he de decir: el dolor, la tristeza, el miedo y el abandono son compañeros inevitables de la vida humana (Yepes y Aranguren, 2008). Ignorarlos nos llevaría a mantenernos alejados de la realidad.
El hombre a pesar de haber sido analizado por múltiples enfoques y campos sigue siendo un misterio para sí. Sin embargo, los estudios filosóficos-antropológicos han demostrado que su existencia tiene una razón única de ser, cosa que permite darle un mayor sentido y valor.
En tiempos donde los medios de comunicación han avanzado hasta el punto de reducir la mínima distancia que se tiene con respecto a los demás, se hace difícil concebir la lejanía a como una forma de Eros: de amar al Otro. Sumado a ello, al estar sumergidos por el afán cotidiano, se impulsa a querer con inmediatez todo lo que refiere al Otro y, por tanto, se ejercen prácticas de experimentación del Otro muchas veces sin conciencia.
El presente artículo presenta una reflexión en torno al papel que tiene la Educación en el Desarrollo Humano y cómo, a partir de su ejercicio con la palabra, se logra resignificar el modo de ser, las relaciones y el conocimiento, abriendo el camino hacia nuevas maneras de vivir en el mundo. Ante una sociedad que cambia a pasos agigantados y que reclama atender la singularidad en medio de la pluralidad, se hace necesario fijarle cuidado.
El cuerpo, ¡oh cuerpo! ese territorio que habitamos y que a lo largo de la historia ha tenido tan distintas repercusiones en la configuración del mundo, hoy requiere de su propia resignificación. Volvamos la mirada reconociendo también, que el cuerpo, ha sido carne de batalla, elemento principal de combate sin disponer del sujeto a quien le pertenece. Ante tantos estigmas y ejercicios de poder que han girado a su alrededor, el cuerpo, nuestros cuerpos, demandan de una reivindicación.
La búsqueda de la felicidad es personal, pero el medio común para llegar a esta meta suele ser el amor. Por tanto, quien no comprende o halla el amor suele percibirse como desdichado. De ahí el uso de frases como “no creo en el amor” o “el amor no existe”. Entre los seres vivos, el ser humano es el más vulnerable al nacer; necesita de otros para sobrevivir, crecer, dialogar, aprender hábitos, entre otros aspectos esenciales en su desarrollo.
En estos tiempos álgidos pero a su vez tan esperanzadores para el país, es imprescindible preguntarnos cuál será nuestro aporte como educadores en los procesos de paz y en efecto, sin ir más allá, he de retornar de nuevo a las humanidades.
En el mundo moderno, las personas se encuentran inmersas en un medio donde abundan actividades que solo culminan hasta el momento de ir a dormir. No obstante, en ese transcurrir cotidiano, a veces el tiempo se detiene; son momentos para liberarse de todas las actividades, para abrir camino, no solo al descanso, sino al llamado aburrimiento.
“¿Cuál es mi sentido?, “¿cuál es mi misión?”, “¿Cómo me hallo?, consideraría, son unos de los cuestionamientos que para varios jóvenes y hasta para algunos adultos, todavía no tienen respuesta. Y es que definitivamente, la persona por naturaleza presenta una ávida búsqueda por su rumbo y su destino. La variedad de estímulos no permiten que nos concentremos en lo que realmente importa y sin darnos cuenta, dirigen nuestra atención a cumplir exigencias para la vida actual, pero sin significado.